miércoles, 28 de mayo de 2014

La panoplia del guerrero hispánico. Los yelmos


Bueno, prosigamos con la panoplia de los fieros hispanos y tal... Hoy, los protectores de los contenedores de cerebros, uséase, los yelmos.

Puede que más de uno se diga al ver la imagen de la derecha "oiga, eso es un Montefortino, ¿no?", a lo que le diré que sí. Y la cosa es que este yelmo de origen celta característico del periodo La Tène fue la tipología que más difusión alcanzó en la Península tanto en la zona dominada por tribus celtas como en las iberas. Esto no quiere decir que los iberos carecieran de diseños propios, que los tenían, sino que usaron también esta tipología por influencia de los yelmos La Tène mediterráneos, o sea, los procedentes del mundo itálico y etrusco. Precisamente por ese motivo los fabricados en el levante hispano eran mayoritariamente de bronce mientras que los mesetarios y del resto de la zona celta lo manufacturaban con hierro.

Básicamente, este tipo de yelmo estaba conformado por un capacete de forma semiesférica o cónica en cuya parte trasera sobresalía una pequeña ala a modo de cubrenucas. En los modelos más antiguos carecían de carrilleras, accesorio que fue posteriormente añadido y que solía ir repujado con formas de círculos concéntricos o en lira, como luego veremos. El capacete se fabricaba en una sola pieza, tal como vemos en la ilustración superior, o bien con el ala trasera unida al mismo mediante remaches o soldadura. En ambos casos era habitual recurrir a elementos decorativos como repujados o ensogados para disimular la unión. 

Un elemento característico de estos yelmos era el remate superior, el cual solía tener forma tronco-cónica, cónica, esférica, o con varias esferas superpuestas. Estas piezas podían ir decoradas con cincelados formando ángulos o arcos, y su fijación al capacete se llevaba a cabo mediante un pequeño vástago el cual era pasado por un orificio y remachado por la parte interior del yelmo. En algunos casos, entre el remate y el capacete se colocaba una pieza cónica hueca para aumentar la forma cónica del conjunto y darle al yelmo un aspecto más ojival quizás porque así era más fácil que batiendo el bronce hasta lograr esa forma. En ese caso, era el vástago del remate el que facilitaba unir dicha pieza al yelmo simplemente fabricándolo más largo.

En los yelmos que carecían de carrilleras, el barboquejo se fijaba a unas anillas situadas en el borde del capacete. El hecho de que hayan aparecido pequeñas hebillas junto a los yelmos que forman parte de ajuares funerarios nos permite deducir que estos barboquejos no necesariamente eran por norma una tira o un cordón de cuero o fibra vegetal anudado bajo el mentón, sino que se empleaban correas como un casco militar moderno, o sea, que usaban una técnica más depurada que los romanos o los mismos yelmos medievales.  Para mejorar la sujeción a la cabeza y tal como vemos en la ilustración de la izquierda, bajo el ala trasera llevaban dos anillas unidas mediante una pequeña pletina remachada al casco por las que se pasaba el barboquejo hasta las carrilleras. Estas iban provistas de sendas anillas por las que nuevamente se introducía dicho barboquejo para, finalmente, unirlo bajo el mentón. De ese modo se lograba un bloqueo más consistente, impidiendo que un golpe o un tirón hacia abajo cegara momentáneamente al guerrero, lo que le podía costar la vida.

Las carrilleras se elaboraban mediante dos láminas de bronce entre las cuales de colocaba una fina lámina de plomo, quizás para darles más consistencia e impedir que se deformaran. Entre las dos que aparecen en el dibujo podemos ver el "sandwich" de bronce y plomo, el cual era aprovechado para colocar la parte de la bisagra que correspondía a la carrillera. La que se fijaba al yelmo podía tener una pequeña chapa con dos orificios, como vemos a la izquierda, o bien una más pequeña con uno solo. En este caso, el remache que la fijaba al yelmo era usado con fines decorativos como el que vemos en la foto de cabecera. Para unir ambas bisagras se recurría a un simple pasador. Conviene observar que, en algunos casos, aunque el yelmo estuviera fabricado de bronce las bisagras eran de hierro. Quizás fuera debido a que el armero que manufacturaba el yelmo no se complicase la existencia y optara por comprar esas piezas a un fabricante que se dedicara exclusivamente al "bisagreo".

En cuanto a sus morfologías, a la derecha tenemos cuatro ejemplos que, con las pequeñas variaciones de turno, podría  decirse que abarcan todas las del periodo La Tène. Como vemos, todas tienen tendencia a la forma triangular salvo la anatómica que aparece en segundo lugar por la derecha y que era una tipología usada especialmente por celtas.

Veamos a continuación algunos ejemplos de este tipo de yelmos los cuales, hay que tenerlo en cuenta, son recreaciones partiendo de los ejemplares hallados en ajuares de tumbas ya que estos, siguiendo la costumbre de estos sujetos, eran machacados junto al resto de su panoplia antes de meterlo en el hoyo.


Aquí tenemos una tipología más primitiva, basada en el ejemplar hallado en la necrópolis de El Cigarralejo, cerca de Mula (Murcia). Se trata de una pieza muy básica, datable entre la segunda mitad del siglo IV y la primera del III a.C. Consta de un simple capacete hemisférico sin remate ni adornos de ningún tipo. Solo la mínima ala trasera rompe la simetría de la pieza. Bajo el borde aparece la anilla en la que se fijaba el barboquejo.


Esta que vemos a la derecha corresponde a un ejemplar hallado en Benicarló (Castellón), y actualmente se encuentra depositado en el museo de dicha población. Apareció bastante deteriorado, sumergido en un lugar denominado Piedras de las Barbadas, en la desembocadura de la Rambla Cervera. Como comento, este ejemplar presenta las características más conocidas de estos yelmos: borde decorado con un cordón ensogado, ideal para proteger la frente de golpes de filo, y decoración en el ala trasera, en este caso formada por un friso punteado en dos hileras. El remate lo forma una pieza tronco-cónica cincelada; las bisagras de las carrilleras -he recreado en este caso las anatómicas en este caso, aunque las originales no aparecieron- están fijadas mediante una pletina con dos orificios. El casquete, de forma cónica, está fabricado en una sola pieza. Esta tipología estuvo operativa entre los siglos III al I a.C.

Esta es quizás la morfología que a todos nos resulta más familiar. En este caso, corresponde al ejemplar hallado en 1976 en Caldelas de Tuy (Pontevedra) durante un dragado del río Miño. El yelmo se encuentra en un estado bastante decente ya que, al menos, se libró del machacado ritual post-mortem. O sea, que a un despistado se le cayó al agua para aparecer 22 siglos después en una draga. La decoración la conforma un grueso y robusto reborde sogueado y, en la zona trasera, dos frisos con aristas. Las carrilleras, que en este caso también habían desaparecido por lo que le he colocado esta de los tres rosetones por ser también muy frecuentes, están fijadas por un solo remache en forma de círculos concéntricos. El conjunto está rematado por una pequeña esfera cincelada formando pequeñas arcadas.

Este ejemplar pertenece al yacimiento de la necrópolis ibera de Tútugi, en Galera (Granada) y fue hallado en 1918. En este caso si he tenido que realizar una recreación cuasi completa porque éste si sufrió trituramiento post-mortem. Con todo, muestra una peculiaridad bastante interesante, que es ese refuerzo cruciforme en la cúpula del casquete y que, en apariencia, está soldada al mismo. El conjunto lo remata un pequeño cilindro sin ningún tipo de decoración. Por otro lado, este ejemplar está fabricado en dos piezas, uniéndose el cubrenuca al casquete mediante unos remaches. Este yelmo está datado hacia el siglo II a.C.

Este vistoso ejemplar fue hallado en el castillo de Lanhoso, en el distrito de Braga (Portugal), y está datado hacia la segunda mitad del siglo I a.C. Su estado es tal como aparece en el dibujo, lo cual ya es una excepción teniendo en cuenta el final que solían tener estos chismes. Está fabricado en una sola pieza, con dos rebordes lisos mientras que la parte inferior está enteramente decorada con un grabado a base de estrías. A este ejemplar no le he recreado las carrilleras más que nada por respetar su buen estado de conservación, así que cada cual le imagine las que más le gusten. El capacete, de forma cónica, está rematado por un espigón también cónico decorado por tres franjas de grabados en zig-zag. Tras el espigón se observa una pequeña pestaña con un orificio en la que se enganchaba una fina cadena, aparecida junto al yelmo, que se fijaba en la anilla del cubrenuca, ignoro con qué finalidad. El peso de este ejemplar tal como está es de 1090 gramos.

Olvidaba concretar un detalle, y es referente a las guarniciones. Estos yelmos carecían de este accesorio tal y como los solemos ver en los yelmos medievales. De hecho, basta con ver la ausencia de perforaciones en su perímetro para corroborar que, en efecto, el método para acomodarlo a la cabeza era diferente. La teoría más aceptada es que el interior se rellenaba con fibras vegetales, fieltro o materiales similares hasta que la cabeza quedase perfectamente encajada. Por razones obvias, no ha perdurado hasta nuestros días nada que permita corroborar dicha teoría si bien es la más lógica. Por mi parte, añado que también sería posible que se usara una especie de cofia acolchada, que siempre era más fácil de sustituir en caso de rotura, mugre superlativa o ataque de caspa mortífero. Por otro lado, aparte de los ejemplares mostrados ya podemos suponer que se elaboraban piezas absolutamente asombrosas para los régulos tribales que, como siempre, estaban deseosos de marcar diferencias con la plebe por aquello de "eres un vasallo de mierda y, por si aún no lo tienes claro, compara tu yelmo prêt-à-porter birrioso con el mío chulísimo de la muerte". Un ejemplo preclaro es la virguería que aparece en la foto superior, correspondiente a un yelmo hallado en Charente, en el oeste de Francia. Está fabricado con hierro y bronce y decorado con oro y corales. Está datado hacia el 350 a.C. y es obvio que su dueño debió mirar con jeta de olímpico desprecio a la peña llevando esa preciosidad en la cabeza.

Finalmente, resta por mencionar las tipologías puramente iberas. Es este caso nos encontramos con un verdadero problema ya que no ha sido hallado ni un solo ejemplar de lo que imaginamos son los yelmos usados por las tribus iberas peninsulares. Los motivos pueden ser varios, empezando por el simple azar que no ha permitido que los que estén aún ocultos, si es que los hay, aparezcan. Sin embargo, la opinión más extendida es que esta gente usaba como protección cascos elaborados con materiales perecederos como el cuero. Lo poco que sabemos de ellos es por las escasas representaciones gráficas en cerámica y alguna que otra escultura que, de paso, nos permiten ver que, en muchos casos, más que yelmos propiamente dichos se trataban de una especie de tocados fabricados con cuero o algún tipo de tejido resistente y decorados con plumas o crines de caballo.


Arriba podemos ver, de izquierda a derecha, una recreación de lo único que podría ser considerado como un yelmo y que se basa en la escultura en la que vemos la cabeza de un guerrero ibero cubierta por  lo que parece una especie de barbota cuyo borde y parte superior están reforzados por lo que podría ser una capa de cuero más gruesa o bien estar fabricado de bronce. El conjunto podría estar rematado por una cimera como la que ilustro, o bien por un penacho de crines, plumas, o la figura de algún animal. A continuación tenemos tres detalles de piezas cerámicas en las que aparecen guerreros con las cabezas cubiertas, pero no queda claro si son yelmos, gorros o cualquier tipo de tocado. Uno de ellos lleva un pequeño penacho, mientras que otro, formado al parecer por escamas, tiene una cresta del mismo material. Por último tenemos la que quizás sea la imagen más conocida de los guerreros iberos y que corresponde al bajorrelieve que se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional en Madrid. Este guerrero cubre su cabeza con lo que parece una especie de caperuza de tela o cuero rematada por un penacho de crines de caballo. Así pues, mientras no aparezca algún dato más revelador o una necrópolis llena de gorros iberos nos quedamos como estamos. En todo caso, lo que sí es significativo es el hecho de que en las necrópolis iberas sí han aparecido yelmos La Tène, pero lo que vemos en la cerámica, ni caspas. Igual se debe a la imaginación del alfarero, quién sabe...

Bueno, se acabó lo que se daba. Ya tienen vuecedes lectura para un ratito.

Hale, he dicho...

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